Por: Carolina Zambrano Barragán
Este artículo fue escrito hace un año, unos meses después de que Carolina asumiera el rol de Directora del Programa Todos los Ojos en la Amazonía.
Originalmente publicado en: Red Ecuatoriana de Científicas.
Espero ansiosa en el jardín mientras siento cómo el sol pega en mi cara y me resguardo bajo el arupo florecido que a menudo exploramos con mi hermano Patricio. Dos minutos después, llega mi abuelito René con un pedazo de panal en su mano, lleno de miel que gotea entre sus dedos. Mis ojos y mi alma saltan y durante 30 segundos disfruto plenamente de la miel mezclada con cera, hasta que la cera se convierte en chicle. En seguida pido otro pedazo a mi abuelito, casi con la misma energía que ahora mi hija usa para pedirme un dulce o un turrón de panela y machica. Es 1987, tengo 7 años y esta escena marcaría no sólo mi infancia, sino mi camino de vida.
Solo hace un año, estudiando Narrativa Pública en Harvard, descubrí que fueron mi abuelito y sus abejas quienes me llevaron a estudiar biología y después a especializarme en cambio climático y ambiente. Mi formación comenzó temprano, con clases de apicultura para niños, mezcladas con viajes a la Amazonía ecuatoriana, adonde acompañábamos a mi mamá Lourdes a sus salidas de campo como antropóloga. Imágenes de las abejas, mi primer encuentro con una boa, y nuestro viaje en lancha con los indígenas shiwiar y sapara alimentan mis recuerdos de niñez. Años después, mis viajes de campo como bióloga llenarían esas imágenes con nombres científicos de plantas, sapos y aves.
La biología también me llevó a Galápagos donde hice mi tesis en la isla Española. Estudié la influencia de la luna en los piqueros de Nazca y, a pesar de que fue una experiencia increíble, ahí me di cuenta de que lo mío no era estudiar el comportamiento de los animales, sino tratar de hacer algo para salvarlos. Fue entonces que empecé a trabajar en ambiente y cambio climático, en la interfaz entre la ciencia y la política, y entre la política y la acción. Mi pasión por la naturaleza me llevó a lugares como Madagascar y Perú, y a estudiar Gestión Ambiental en Yale y Administración Pública en Harvard. A pesar de no tener recursos para pagar ninguno de esos viajes ni estudios, mi hermano y mi mamá siempre me enseñaron a “lanzarme” y encontré becas para formarme en las mejores universidades y explorar parte del mundo. Como Valentín, un compañero colombiano en Harvard, siempre dice: “hay que levantar la mano” y aprovechar toda oportunidad que se cruce en tu camino.
Mi experiencia y mi formación me llevarían a ocupar puestos importantes en el gobierno y ONGs en Ecuador y América Latina. He sido Directora, Subsecretaria y Viceministra, y también gerente programática en fundaciones regionales e internacionales. Sin embargo, ninguno de esos cargos y títulos tendría sentido si no estuviera haciendo lo que me apasiona, que es buscar formas para que el desarrollo humano y la conservación de la naturaleza vayan de la mano; que pasen de ser vistos como opciones opuestas entre las que debemos elegir a elementos interdependientes básicos para nuestra existencia.
Con este fin, y a diferencia de algunas de mis compañeras científicas, creo que encontré mi nicho como una especialista generalista. Yo siento la ciencia día a día mientras trabajo en acción climática en ciudades y bosques, en mitigación y adaptación, y desde la tecnología y la innovación. El mundo en el que vivimos es muy complejo y las respuestas que generemos a los desafíos actuales requieren de cambios en normas, creencias y comportamientos. Esto requiere de habilidades blandas, de una formación que te permita entender mejor cómo funciona el mundo, y además de paciencia. Los cambios que se requieren son profundos y, a pesar de que sentimos la necesidad de empujar cambios drásticos y urgentes para que el mundo mejore, creo que es clave ver a esto como una carrera de resistencia, y no de velocidad.
Ahora escribo este texto a 10.000 pies de altura, en un vuelo entre Río de Janeiro y Brasilia. Después de dos maestrías, y casi 12 años de trabajo en el gobierno y ONGs en Ecuador y América Latina, mi trabajo me lleva de vuelta a la defensa de la Amazonía y de los pueblos indígenas que en ella -y de ella- viven. Ese mundo mágico que marcó mi infancia se encuentra presionado y amenazado por el extractivismo, la expansión de la frontera agrícola y el cambio climático, y ahora algunas organizaciones como la mía promueven el uso de las tecnologías para el monitoreo de los bosques y la defensa del territorio.
En el 2050, mi hijo tendrá mi edad, y espero que él y sus hijos puedan conocer y amar lo que yo he visto: comer panal de abeja, viajar en lancha por el bosque amazónico y conocer a los piqueros enmascarados en Galápagos, eso y mucho más. Por eso espero que niñas, niños y jóvenes sigan estudiando y haciendo ciencia para entender mejor nuestro mundo y que se conecten con otros para poder traducir esa ciencia en acciones concretas para preservarlo. En mi caso, la ciencia – y específicamente la biología- me abrió las puertas a diferentes roles, me ha dotado de conocimiento y ha llenado mi cabeza de preguntas. Espero que muchas niñas y niños tengan la suerte de experimentar algo parecido y que con la ciencia nunca pierdan su capacidad de asombro.