En una sombría casita que tambalea entre el río Ucayali y una extensa vía de tierra, Julia Pérez ha decidido aplacar sus recuerdos. Enfrentar una nueva vida y olvidar. Hace ocho meses salió de la comunidad nativa Alto Tamaya–Saweto oprimida por el dolor de haber perdido a su hijo. Se llamaba Edwin, como su papá, y apenas tenía seis años cuando se ahogó en el río Tamaya. Pérez estaba en Pucallpa, a tres días de viaje en bote, buscando hospitalizar de emergencia a su niña menor. En medio de su trajín, una vecina la llamó para contarle la desgracia. La comunera ashéninka hunde la mirada en sus manos entrelazadas y carraspea antes de hablar: “Mi hijo está en el cielo acompañando a su padre”.
Julia Pérez se remonta a otra de sus grandes tristezas al mencionar el Tamaya. El 31 de agosto de 2014, su esposo, Edwin Chota Valera, partió de aquel río con otros tres dirigentes de Saweto hacia la comunidad indígena de Apiwtza, en Acre, Brasil. Allí se había organizado una reunión entre defensores del bosque que abarca ambos lados de la frontera. Como jefe de Saweto, Chota luchaba contra las mafias de taladores ilegales que operaban impunemente en su pueblo, un territorio de casi 80 mil hectáreas. Para entonces Saweto todavía no estaba titulado. Las solicitudes y denuncias del líder ashéninka llenaban los archivos de cuantas instituciones había visitado, pero lo único que conseguía era que aumentaran las amenazas de los madereros en su contra. Julia Pérez tenía siete meses gestando al pequeño Edwin cuando vio a su esposo por última vez. Dice que estaba contento como nunca, y que lo despidió en una loma próxima al puerto. Solo llevaba una mochila.
“Vas a cuidar a mis hijos, me dijo. Luego se fue al bote”, recuerda. Era domingo casi a las 8 de la mañana. Al día siguiente, Edwin Chota y los dirigentes Jorge Ríos, Leoncio Quintisima y Francisco Pinedo fueron asesinados a cuchilladas y a balazos de escopeta cerca de una quebrada situada a ocho horas de camino a Apiwtza. Tras esto, la búsqueda de justicia ha constituido otro recorrido tortuoso para las viudas.
Más de cinco años pasaron para que el Ministerio Público acusara al brasileño Eurico Mapes Gómez y a los hermanos Segundo y Josimar Atachi Félix como autores materiales del crimen. También, a José Carlos Estrada Huayta y Hugo Soria Flores como instigadores del delito. Para los cinco, la Fiscalía Provincial Corporativa contra la Criminalidad Organizada de Ucayali ha pedido 35 años de cárcel. Ninguno está detenido. El inicio del juicio oral, que fue postergado en abril, será el próximo 20 de junio.
Julia Pérez expresa con determinación que la muerte de su esposo no puede quedar sin culpables. Pero de pronto encoge los hombros y compone un gesto de incertidumbre. “El día que lo vea recién voy a creer —señala—, prefiero no imaginarme todavía”. La lentitud del proceso le ha generado una desconfianza evidente. Y tiene razón. De acuerdo con la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (Cnddhh), después de lo ocurrido con Edwin Chota, Jorge Ríos, Leoncio Quintisima y Francisco Pinedo, 40 defensores de derechos humanos —entre los que están incluidos defensores del territorio— han sido asesinados en el Perú. Hasta ahora no se ha dictado sentencia para ninguno de los acusados por estos crímenes.
Pueblo cercado de amenazas
El primer tramo del viaje que los dirigentes de Saweto realizaron rumbo a Apiwtza fue por el río Tamaya hasta un sector denominado varadero de Cañaña. Unas ocho horas de viaje en bote. La comunera Ergilia Rengifo llevó al grupo hasta el punto y retornó en la embarcación hacia el pueblo ashéninka. “Vas a comer bien hasta que yo vuelva”, Rengifo repite las últimas palabras que escuchó de Jorge Ríos, su pareja y padre de sus nueve hijos.
Los dirigentes pasaron la noche en un tambo y al amanecer iniciaron la caminata a Brasil por la selva. Cerca de la quebrada Putaya sufrieron la emboscada. Cinco días después, de regreso a Saweto desde Apiwtza, el cazador Jaime Arévalo halló los restos. La tarde del sábado 6 de septiembre de 2014, Arévalo llegó con la noticia a su comunidad. Hubo consternación, pánico, pero, en medio de todo, Ergilia Rengifo organizó una comitiva para viajar a Pucallpa e informar lo que había pasado. Ocho personas la acompañaron: todas mujeres.
“Los varones tenían mucho temor de que les pueda pasar lo mismo en el camino. Preguntaban quién iba a ver por sus hijos si también los mataban”, cuenta Rengifo a Mongabay Latam mientras surca el río Ucayali hacia el lugar donde ahora vive.
Treinta familias viven en Saweto actualmente. El asesinato de los cuatro dirigentes ashéninkas derivó en que la población fuera disminuyendo de a pocos. Rengifo señala que varios comuneros dejaron el pueblo por miedo. Y los que quedaron —apunta— no han querido asumir el liderazgo y la lucha por la conservación del bosque. De hecho, Edwin Chota fue el último hombre que tuvo el cargo de jefe comunal. Luego, Ergilia Rengifo fue elegida como nueva líder; la siguió su hermana Karen Shawiri y, posteriormente, Lita Rojas, viuda del dirigente Leoncio Quintisima.
Esto no mermó las amenazas y el acecho de los taladores contra la comunidad. Por el contrario, los amedrentamientos alcanzaron a los pobladores y viudas que seguían impulsando la titulación de Saweto y que buscaban justicia para los dirigentes asesinados en la quebrada Putaya.
Una noche, Ergilia Rengifo y su hermana Karen Shawiri hicieron una parada en la quebrada Amazonas. Iban camino a Pucallpa para cumplir con unas diligencias judiciales. La casa donde se alojaron era el habitual lugar de descanso para las personas que realizaban el larguísimo viaje a la ciudad desde las comunidades o caseríos próximos a la frontera con Brasil. Allí incluso se hospedan taladores ilegales y traficantes de madera.
“Como a las 12 de la noche tres hombres borrachos le preguntaron a la dueña quiénes eran las que estaban bajando para reunirse con las autoridades. Vas a ver que las vamos a matar, le decían, si no es ahora será en cualquier rato”, narra Rengifo con la voz anudada. Ella asegura que eran taladores brasileños del caserío Putaya hablando en portugués, una lengua que puede entender debido a la constante relación de Saweto con las comunidades de Acre. Las hermanas no esperaron a que amaneciera y continuaron su trayecto de madrugada por el río Tamaya.
La viuda de Jorge Ríos remarca que su objetivo al haber sido elegida como jefa, después de la muerte de Chota, era seguir con las gestiones hasta obtener el título para la comunidad. Esto implicaba no permanecer en su pueblo y asumir los riesgos de viajar e insistir ante las instituciones que ya habían ignorado al exlíder. “Para ser jefe hay que pensarlo bien —indica—. Hay que tocar mil puertas en Pucallpa y en Lima porque no te hacen caso”.
En julio de 2015, la comunidad nativa Alto Tamaya–Saweto fue titulada con un área de 78 129 hectáreas dividida en dos sectores (A y B). Ergilia Rengifo le dice a Mongabay Latam que la seguridad jurídica otorgada a Saweto llevó a que madereros ilegales y concesionarios forestales dejaran de operar al menos por tres años. Pero la falta de control del Estado ha permitido que el bosque comunal vuelva a ser amenazado por los taladores y un grupo creciente de cocaleros y narcotraficantes.
A un día de distancia surcando el Tamaya está la quebrada Aucaya. Este sector es el límite de Saweto en lo que corresponde al lado A del territorio titulado. Durante su periodo como jefa comunal, Ergilia Rengifo asegura que llegó varias veces hasta Aucaya y detectó que un naciente grupo de colonos, llegados de la selva central peruana, empezaba a cultivar yucas y cacao. Para ese momento los foráneos aún no ingresaban en el territorio de Saweto. Pero hace poco, algunas personas que Rengifo conoció en sus visitas a aquella frontera de la comunidad, le informaron que cada vez había una mayor presencia de madereros ilegales, cocaleros y traficantes de tierras. “Quizás ya entraron a la comunidad. El territorio es grande y no podemos controlarlo como se debe”, explica la comunera ashéninka. El tiempo en que la criminalidad creció en esta parte de Saweto, anota, coincide con los meses más crudos de la pandemia del COVID-19 en el Perú.
Una situación similar ocurre en el límite del lado B de Saweto con Brasil. O sea, en la parte derecha de la comunidad que comprende la cuenca del río Putaya. Ahí, un grupo de comuneros ya tenía identificados los lugares donde no hace mucho operan cocaleros y taladores. Desde la escuela de Saweto hasta allá hay dos días de recorrido a través del río Putaya. Las dirigencias que han venido encabezando las mujeres de Saweto intentaron organizar la defensa de este sector de bosque vulnerado; sin embargo, afirma Ergilia Rengifo, el cambio de autoridades comunales ha truncado las intervenciones.
La deforestación generada por el narcotráfico y los taladores ilegales en la región de Ucayali sigue siendo avasalladora. De acuerdo con el último informe de la Gerencia Regional Forestal de Fauna Silvestre (Gerffs) del Gobierno Regional de Ucayali, este departamento registró 31 543 hectáreas de pérdida de cobertura boscosa, durante el 2021, por causa de las actividades ilegales. Después de los bosques de producción permanente, las comunidades nativas representan la segunda categoría territorial con mayores índices de deforestación. El desbosque en ambos espacios representa el 75.13 % del total registrado en Ucayali el año pasado.
En los últimos 20 años, los pueblos indígenas de la región amazónica han perdido más de 100 mil hectáreas de bosques, según cifras de la Gerffs. Fue durante el 2019 (8 216 hectáreas) y 2020 (9 701 hectáreas) que la depredación forestal en Ucayali llegó a sus niveles más altos. La escalada de desbosque, se aprecia en el estudio, empezó en el 2008, año en que Edwin Chota presentó su primera denuncia frente a la tala indiscriminada en su comunidad.
Mientras su bosque volvía a ser vulnerado, desde fines de 2018, los comuneros de Saweto se enteraban de que sus vidas seguían en peligro por comentarios de algunos vecinos de Puerto Putaya, un caserío ubicado a 45 minutos en bote y donde vivían los presuntos asesinos materiales de los dirigentes ashéninkas. “Iban a comprar a la comunidad y ahí nos decían lo que escuchaban: que nos iban a atacar, que en cualquier momento iba a ser, pero nunca se me acercaron”, describe Julia Pérez. A quien sí buscaron fue al ex subjefe de Saweto, Jaime Gonzales. Este comunero había recibido amenazas desde que guió a la policía hasta la casa del brasileño Eurico Mapes durante las primeras investigaciones por el cuádruple homicidio. Todas las pistas apuntaban a Mapes como uno de los ejecutores del crimen, pero aquella vez los agentes a cargo de las pesquisas no lo encontraron.
Jaime Gonzales asegura que una madrugada, a mediados de 2019, se percató que dos hombres armados merodeaban su vivienda buscando por dónde ingresar. Cuando vio que uno de ellos se acercaba a la puerta de su cuarto —relata—, los sorprendió con un grito desde adentro de la casa. Gonzales trata de impostar el mismo tono del alarido que lanzó en medio del acecho: “¿Qué quieren?, dije muy fuerte”. Entonces, los dos hombres empezaron a correr.
Así recuerda el comunero la última vez que estuvo en Saweto. Él es uno de los que abandonó el pueblo por temor. Ahora, lejos de la tierra donde tuvo una familia y permaneció por más de 20 años, sobrevive de trabajos eventuales. “Cada vez hay menos varones [en la comunidad] y cada vez es más difícil regresar”, lamenta.
La alerta en Saweto continúa y, al parecer, es señal de un peligro cada vez más cercano. Días atrás, la exjefa Karen Shawiri y trabajadores de un programa del Estado, al que pertenece, denunciaron que taladores ilegales estaban operando en una zona casi colindante con las casas del pueblo. La comunera narra para este reportaje que ninguna autoridad acudió y los madereros sacaron sin problemas el producto talado. Luego hace una pausa y reclama: “Aún seguimos así. Era muy cerca y no les dijeron nada (…) No respetan nada”. Saweto no encuentra calma.
Trágico camino a la justicia
Entre febrero de 2008 y agosto de 2014, Edwin Chota presentó al menos tres denuncias y una serie de cartas ante la policía, el Ministerio Público y el Gobierno Regional de Ucayali donde daba cuenta de la operación impune de taladores en Saweto. En estos documentos informó de las amenazas que padecía su pueblo, incluyó las coordenadas de los sectores donde se extraía la madera ilegalmente e identificó con nombres completos a quienes perpetraban el hostigamiento y la devastación.
Para sustentar una de las denuncias, en abril de 2013, Chota había seguido el curso de la madera talada en Saweto hasta el aserradero donde ingresaba. Era el aserradero Forza Nuova EIRL, situado en el puerto de Pucallpa. La fiscal Patricia Lucano dispuso la intervención del local y la inmovilización de 986 troncos de cedro y shihuahuaco, que equivalen a unos 125 mil soles (aproximadamente 33 500 dólares). Durante la diligencia, el empresario Hugo Soria Flores se presentó como propietario de las trozas de madera, pero su documentación estaba incompleta.
En busca de que los troncos le fueran devueltos, Soria acudió a la fiscalía y allí se encontró con Edwin Chota. “Un sawetino va a morir”, le increpó. La amenaza fue denunciada por el líder indígena y quedó en actas. Dos meses después, pidió garantías para su vida y las de otras autoridades de su comunidad. Por esas fechas también estaba en curso una solicitud de la dirigencia de Saweto para que fueran excluidas de concesión forestal cerca de 48 mil hectáreas de la empresa Eco Forestal Ucayali (Ecofusac), pues estaban superpuestas al territorio comunal.
Además, Chota insistió ante el Gobierno Regional de Ucayali para que acelerara el proceso de titulación de su pueblo. En todos los escritos, el líder alertaba que la deforestación crecía y demandaba una urgente inspección del bosque de su comunidad. Luego de seis años de gestiones consiguió, por fin, que representantes del Organismo Supervisor de Recursos Forestales y Fauna Silvestre (Osinfor) realizaran una evaluación en campo. Él participó en la diligencia, desarrollada entre el 25 y 29 de agosto de 2014, y ese sería el último trabajo de su vida.
Frente al puerto de Pucallpa, Diana Ríos contiene las lágrimas y retorna al último momento que pasó con su padre, Jorge Ríos, uno de los dirigentes asesinados en la ruta a Apiwtza. Diana fue pareja de Edwin Chota y tuvo un hijo con él, pero se separaron y trasladó su vida a una casa ubicada a dos horas en bote desde el centro de Saweto. Hasta ahí fue a visitarla Jorge Ríos para encargarle el cuidado de su madre, Ergilia Rengifo, y despedirse porque al día siguiente saldría a la reunión en la comunidad brasileña.
El 30 de agosto de 2014 por la mañana, Diana Ríos había participado de un festejo que organizaron sus vecinos por el día de Santa Rosa. “Allí estaba Eurico Mapes tomando y gritando que Chota y mi papá no los dejaban trabajar, que en cualquier momento los iba a encontrar”, le cuenta a Mongabay Latam. Cuando Jorge Ríos llegó a verla, ella le pidió que tuviera cuidado porque algo se podría estar planeando contra los dirigentes. “Mi papá me dijo que no me preocupara —relata—; y que si algo le pasaba, siguiéramos luchando”.
Diversos testimonios recogidos durante la investigación de la fiscalía indican que Eurico Mapes y otros taladores siguieron a los dirigentes ashéninkas por el río Tamaya hasta que los emboscaron cerca del varadero de Cañaña. Se trataba, al parecer, de una situación planificada casi al detalle.
En la acusación fiscal presentada en octubre de 2019 se apunta que José Carlos Estrada Huayta, propietario de Ecofusac, había pedido a Eurico Mapes y los hermanos Segundo y Josimar Atachi Félix matar a Edwin Chota, porque sus reiteradas denuncias penales ponían en riesgo la tala de árboles más allá de los límites de su concesión. El abogado de los familiares de los líderes asesinados, Óscar Romero, explica para este reportaje que Estrada se encargaba de habilitar a Eurico Mapes, los hermanos Atachi y otros ilegales para que cumplan esta labor y para que extraigan especies maderables que no tenía permitidas como concesionario.
En el documento fiscal se le atribuye a Hugo Soria la orden a Segundo Atachi para acabar con la vida de Edwin Chota, debido a que el líder ashéninka consiguió que 986 trozas de madera quedaran inmovilizadas. El abogado Romero sostiene que además de los cinco acusados hubo al menos otras 10 personas involucradas en el cruento asesinato de los dirigentes. Sin embargo, anota, el primer fiscal a cargo del caso “llevó de manera pésima la investigación”.
Mongabay Latam buscó la versión de la fiscalía a cargo del caso, pero hasta el cierre de este reportaje no se obtuvo respuesta.
“Queremos justicia. Yo quedé sola con mis tres hijos”, dice Lita Rojas con voz entrecortada. Rojas es la actual jefa de Saweto y esposa de Leoncio Quintisima. Los restos de este comunero y de Edwin Chota fueron los únicos que la policía encontró cerca de la escena del crimen. De Francisco Pinedo y Jorge Ríos no se halló nada.
En días en que la pena parecía consumirla, Diana Ríos recurrió a la ingesta de ayahuasca, el brebaje al que se le atribuyen propiedades alucinógenas y originario de la Amazonía. Fueron cuatro veces, pero solo en dos pudo ver los momentos cuando su padre era ejecutado. Lo asumió como una terapia ante el agobio de no saber qué había ocurrido finalmente con él. Ella agarra un pliegue de su cushma (vestimenta tradicional de los comuneros indígenas) y, como un acto reflejo, lo estruja: “Solo vi a mi papá y creo que eso me ayudó. Ahora siento que me protege todos los días”.
Más de 25 audiencias serán parte del juicio oral que empieza el próximo 20 de junio. El abogado Óscar Romero estima que los alegatos finales empezarán en septiembre y que la sentencia podría dictarse en el último mes del año.
Hasta ahora, las solicitudes de garantías personales en favor de las cuatro viudas y un testigo protegido, remarca Romero, no han sido atendidas.
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Nota del Editor: Mongabay Latam recibe fondo de Hivos – Todos los Ojos en la Amazonía para desarrollar una serie de artículos de investigación sobre la situación de los pueblos indígenas en Perú, Ecuador y Brasil. Las decisiones editoriales se toman de manera independiente y no sobre la base del apoyo de los donantes.
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* Imagen principal: Adelina Vargas, Lita Rojas, Julia Pérez y Ergilia Rengifo (en orden de izquierda a derecha), llevan ocho años de luto sin que haya culpables por los asesinatos de sus esposos. A ellos los mató una mafia de taladores ilegales. Foto: Pablo Sánchez.