Su protesta fue el silencio.
Permaneció callada viendo cómo los militares aeronáuticos vaciaban su casa: primero vio cómo se llevaban al gato, luego al perro, a las gallinas y por último a ella misma. “Fue la última”, recuerda Sérvulo Borges, el joven recluta que sostenía uno de los brazos de la señora, que apenas podía caminar, de tan anciana que era.
Un bastón de madera ayudaba con sus movimientos. A cada paso, más se alejaba de su casa. El capellán mayor Ildefonso Graciano Rodrigues la agarraba por el otro lado, ayudándola a caminar.
A los 50 metros la señora se detuvo, hizo que los dos hombres la soltaran de los brazos y se volvió hacia su casa, llorando. Durante cinco minutos, sin decir una palabra, contempló el paisaje donde probablemente nació, creció y deseó morir. Pero que nunca volvería a ver.
Planificado por los militares a finales de la década de 1970 y ejecutado a partir de 1982, bajo la dictadura, el Centro de Lanzamiento de Alcântara (CLA) desalojó obligatoriamente a 312 familias quilombolas que vivían junto al mar en Alcântara, en Maranhão, un estado del noreste de Brasil que tiene el tamaño de Vietnam.
Situadas en la Amazonía de Maranhão, las familias reubicadas formaban parte de 32 comunidades quilombolas, de las casi 200 que existen en el municipio. Alcântara es el municipio con el mayor número de comunidades quilombolas del país, con más de 3.300 familias, lo que equivale a unas 22.000 personas.
Los quilombolas son descendientes de personas esclavizadas —traficadas desde el continente africano durante más de tres siglos— que formaron grupos de refugio y resistencia, los quilombos, que hoy llamamos comunidades quilombolas o restos de quilombos.
Para desalojar a las comunidades de sus tierras, las que habían ocupado durante siglos, los militares elaboraron una estrategia: crear equipos formados por negros, con la intención de persuadir a las familias que fueron expulsadas entre 1986 y 1989. “Un negro con otro negro conversando, aunque uno sea doctor, igual es negro”, dice Borges, un hombre que ahora tiene más 60 años y se comunica con la destreza de un profesor.
Borges, ex militar y quilombola, relata el período en que sirvió en la fuerza aérea aumentando el tono de su voz, entrecerrando los ojos y repitiendo algunas palabras específicas para ayudar a interpretar su historia. “El opresor con el oprimido iguales, creyendo que son iguales”, reflexiona acentuando la palabra “creyendo”.
El mayor Ildefonso, cura capellán, “negro, negro, retinto”, recuerda Borges, era un paulista guapo y alto, dueño de una voz suave como la del cantante Emílio Santiago. Fue él quien acompañó al grupo que contaba con trabajadoras sociales negros, en su mayoría de Maranhão “que, al llegar a la comunidad, hablaban la misma lengua”, subraya. “Ñora para acá, ñora para allá”, remeda Borges, refiriéndose al vocabulario local. Y además de ellos, “nos teníamos a nosotros, los soldados hijos de Alcântara”.
Los “hijos de Alcântara” eran 30 jóvenes seleccionados por la fuerza aérea para realizar un curso en São Paulo y trabajar en la futura base. “Yo, Sérvulo Borges, no sabía que iba a ser militar. Estaba yendo a hacer un curso, pero nunca me dijeron ‘tú vas a ser soldado’”.
El avión era terriblemente ruidoso, tuc, tuc, tuc. “Pasamos todo el día en esa cosa horrible”, cuenta Borges, recordando el viaje que él y otros 29 muchachos hicieron en un avión tipo buffalo hasta São Paulo. Fue el primer vuelo de la vida de Borges, y seguramente también de otros chicos allí, “había jóvenes semianalfabetos, analfabetos que solo sabían firmar con su nombre”, dice. Era julio de 1982 y hacía frío en el sureste, “un frío que hacía doler el alma”.
Pasaron cinco meses en São José dos Campos, en el interior de São Paulo, y un mes en la capital, tomando clases de equitación. Hicieron muchos cursos, pero Borges quedó encantado con uno desde el principio: “Encontré mi vocación en la enfermería, esa cosa de cuidar, de cuidar a las personas”.
Pero cuando Borges regresó a Alcântara como enfermero, no fue para cuidar de nadie.
Los muchachos volvieron a sacar a la gente de sus hogares centenarios. Fueron a hacer parte de los equipos de mudanza y a trasladar a sus propios familiares a siete aldeas agrícolas construidas por la fuerza aérea, ubicadas lejos, muy lejos de sus lugares de origen, a unos 20 kilómetros de la costa o a cuatro horas de camino a pie: los quilombolas hicieron este tramo innumerables veces en busca de comida durante sus primeros años viviendo en las aldeas agrícolas.
“Algunos de estos jóvenes eran de comunidades que estaban dentro del mapa de transferencias”, dice Borges, señalando la astucia de la estrategia militar de tomar chicos alcantarinos, llevarlos a São Paulo y traerlos de vuelta “guapos, fuertes, musculosos, con ropa toda bonita con botones dorados, la barba hecha, el pelo muy bien arregladito, la billetera con dinero”.
La felicidad del joven soldado en el centro de la fotografía ilumina la escena. Él y los demás van vestidos con uniformes militares de manga larga, a diferencia de los amigos, vecinos y familiares que han venido a darles la bienvenida. Reparten y reciben abrazos llenos de añoranza. Todos están muy contentos con el regreso de los chicos, tantos meses fuera de Alcântara.
La imagen, publicada en el periódico O Imparcial en los años 80, muestra a los soldados alcantarinos siendo recibidos calurosamente en la ciudad después del entrenamiento. “¿Qué padre va a decir que este proyecto es malo?”, cuestiona Borges.
Los 30 “hijos de Alcântara” desalojaron a los quilombolas. Algunos siguieron la carrera militar y hoy son jubilados de la fuerza aérea, otros salieron al mismo tiempo que Borges, ocho años después del curso en São Paulo, y pasaron a dedicarse a otras profesiones. Si alguno de ellos tiene críticas sobre la forma en que ocurrieron las cosas, no es fácil saberlo. “Esta gente tiene miedo de tomar posición”, advierte Borges, “hay algunos que ni siquiera hablan conmigo”.
Incluso los que no sirvieron mucho tiempo en la fuerza aérea no quieren dar entrevistas. Sin embargo, Borges consigue señalar a uno que aceptaría hablar. “Hablé con él, puedes llamarlo, aceptó dar una entrevista”, dice Borges a nuestro equipo. Llamamos y programamos una conversación, pero el ex militar no contesta al teléfono a la hora prevista. Ni después.
“De los treinta, solo yo tuve el coraje de salir a criticar este proyecto”, subraya Borges, que hoy es uno de los principales líderes quilombolas locales, miembro de la Coordinadora Nacional de Articulación de las Comunidades Negras Rurales Quilombolas (CONAQ, por su sigla en portugués), organización nacional quilombola que trabaja en Alcântara.
Un proyecto que no despegó
Un cartel en una de las principales avenidas de São Luís, capital del estado de Maranhão, decía: “Maranhão fue al espacio”. El año era 1994, pero podría ser hoy. “Y quien gana con esto es la comunidad”, completaba el anuncio con los logotipos del CLA, del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE) y de la NASA, la agencia espacial estadounidense.
Brasil anhelaba, en ese momento, una asociación internacional para impulsar el proyecto aeroespacial brasileño. Incluso hoy el deseo es el mismo.
Inaugurado por José Sarney, nacido en Maranhão y en ese entonces presidente, el CLA formaba parte del “proyecto científico más ambicioso elaborado en un país en desarrollo”. Así describía el desaparecido Ministerio de la Fuerza Aérea, responsable de la implantación y consolidación del centro, la Misión Espacial Completa Brasileña (MECB), de la que formaba parte el CLA.
Brasil quería despegar. Quería tener una fuerte política espacial nacional y desarrollar la tecnología del Vehículo de Lanzamiento de Satélites, el VLS, un cohete capaz de transportar satélites a la atmósfera. En los últimos 40 años ha habido tres intentos de lanzar el VLS. Todas fracasaron y en la última, en agosto de 2003, murieron 21 personas en una explosión en tierra firme.
Tres intentos fallidos, miles de millones de reales invertidos y Brasil no está entre los países que poseen la tecnología de los vehículos de lanzamiento. El CLA ejecuta con éxito el lanzamiento de cohetes de entrenamiento y de sondeo, y de otros proyectiles más pequeños, pero no del VLS.
“Los militares han fracasado en todos los intentos de lanzar su cohete principal al espacio y, por lo tanto, están entregando la base”, dice Danilo Serejo, quilombola, coordinador del Grupo de Asesoría Jurídica de las Comunidades Quilombolas de Alcântara y miembro del Movimiento de Afectados por la Base (MABE), al comentar el intento de arrendar el complejo a empresas extranjeras y nacionales.
Danilo califica a la comercialización de la base como un desvío de finalidad. “La base de Alcântara nunca funcionó. Se construyó a costa de nuestra sangre y nuestros derechos”, afirma.
Por si la sucesión de fracasos y la violación de los derechos de los quilombolas no fueran suficientes, el Estado planifica ampliar la base. Esta expansión se ha intentado durante años. El actual gobierno de extrema derecha de Jair Bolsonaro intenta actualizar un proyecto rechazado por la sociedad civil y archivado en 2000, que incluía un acuerdo con Estados Unidos y la ampliación de la base en otras 12.000 hectáreas. Esto supondría el desplazamiento de otras comunidades.
El 26 de marzo de 2020, en plena pandemia de covid-19, el gobierno publicó la Resolución nº 11 que preveía la intención de desalojar a los residentes y ocupar otras 12.645 hectáreas en el territorio quilombola. Simultáneamente, Bolsonaro firmaba en Washington un nuevo acuerdo con Estados Unidos.
Unas 2.000 familias se verían afectadas. Pero el Ministerio Público Federal intervino y obligó al Estado brasileño a firmar un compromiso de que no hará nuevas mudanzas mientras dure la pandemia.
¿Y cuando la pandemia termine?
Danilo califica las acciones del gobierno de terror psicológico. Con 37 años, tiene casi la misma edad que la base. Su vida está marcada por la presencia del proyecto aeroespacial en Alcântara y, más concretamente, en su comunidad, Canelatiua, que será reubicada si hay una ampliación. “La amenaza de expulsión actúa como un fantasma que ha perturbado nuestras vidas durante mucho tiempo”, cuenta con su voz suave.
La aparente calma de Danilo no es resignación. Con una maestría en Cartografía Social y Política de la Amazonía por la Universidad del Estado de Maranhão, publicó en 2020 el libro A atemporalidade do colonialismo, donde relata con detalle la compleja historia sociopolítica desde la llegada de la base.
Danilo nació destinado a ser una víctima más de las violaciones de derechos cometidas en Alcântara, sin embargo es un importante portavoz de su pueblo y ya ha estado en algunos países llamando la atención sobre lo que ocurre en su territorio y exigiendo la titulación definitiva de las tierras quilombolas.
El Estado, sin embargo, avanza en sus propósitos y en abril de este año presentó los nombres de cuatro empresas seleccionadas en un proceso de licitación para utilizar comercialmente la base. Tres estadounidenses y una canadiense.
El aviso de convocatoria pública publicado en portugués e inglés, trae el mismo argumento que la dictadura utilizó para avanzar sobre la Amazonia, y señala como una de las principales características del CLA, la “baja densidad demográfica” de la región.
Alcântara tiene 15 habitantes por km². Ribeirão Preto, en el interior de São Paulo, una ciudad que crece casi 100 nuevos edificios al año, considerada una de las capitales del negocio agropecuario del país, tiene 22. Con solo siete habitantes por km² más que Alcântara, nadie describiría a Ribeirão Preto como una zona de “baja densidad demográfica”.
§
El 18 de septiembre de 1980 un decreto estatal, firmado por el entonces gobernador João Castelo, estableció que 52.000 hectáreas de Alcântara serían expropiadas para fines de utilidad pública. Según información del Sindicato de Trabajadores Rurales de la época, el impacto del decreto recaería en 80 comunidades, 2.000 familias, una población de unas 10.000 personas.
Esta superficie, diez años después, en 1991, fue ampliada por Fernando Collor y pasó a tener 62.000 hectáreas, lo que equivale a más de la mitad del municipio de Alcântara. Prácticamente toda la franja costera fue definida como “zona de seguridad”.
El mayor Ildefonso, el capellán negro, fue uno de los creadores del Pelotón de Caballería. “Primera caballería espacial de la historia”, como la definió con orgullo el coronel Varjão Monteiro, director del Grupo de Implementación del CLA.
La caballería fue creada para acceder a lugares que la fuerza aérea consideraba inhóspitos y pantanosos. “Sería imposible para un vehículo, aún con tracción en las cuatro ruedas, recorriera todo el perímetro de lo que sería el futuro centro”, señala el libro Centro de Lançamento de Alcântara: uma janela brasileira para o futuro, elaborado por la Fuerza Aérea en 2014.
Borges era parte de los jinetes alados, uno de los apodos dados al pelotón. “Recuerdo que cuando la caballería iban a hacer movilizaciones, estos reclutas iban a caballo para llevar recados”, dice Inácio Diniz, agrónomo y miembro del MABE. Inácio, un adulto de apariencia frágil con manos pequeñas, fue sacado de la antigua comunidad de Marudá con sus padres y hermanos cuando tenía 7 años, en 1986. “Me parecía chévere ver los caballos. Me daba curiosidad”.
Utilizando los senderos y caminos abiertos por los quilombolas durante siglos de ocupación, la fuerza aérea militar pudo llegar a los lugares más distantes para llevar la noticia de que 32 comunidades serían destruidas y las familias serían llevadas al interior del municipio.
Todas las comunidades reubicadas estaban situadas en la costa, “un verdadero paraíso”, recuerda Inácio.
Alcântara forma parte de las llamadas Reentrâncias Maranhenses, un área de preservación ambiental que se extiende hasta la frontera con el vecino estado de Pará. Las reentradas son franjas litorales, que se caracterizan por estar muy cruzadas por arroyos y ríos, en las que se mezclan el agua dulce y la salada de la bahía. Es difícil saber dónde acaba el arroyo y dónde comienza el mar.
Rodeadas de extensos manglares, las playas de esta región sufren las mayores variaciones de marea del mundo, las macromareas, unos seis metros de subida y bajada diarios. Cuando la marea está baja, las vastas franjas de arena se adornan con lagos temporales que brillan, eclipsados por el sol, donde nadan sirís y pequeños peces, a la espera del ciclo de crecida, que se produce unas seis horas después.
Fue en esa abundancia de aguas donde Inácio pasó parte de su infancia. “Mi desayuno era pescado”, dice, recordando que en las primeras horas de la mañana ni siquiera sentía la ausencia de su padre, que salía tranquilamente a buscar pescado fresco para el desayuno de la familia.
El amanecer de Inácio olía a café pasado por su madre y al pescado fresco que traía su padre, asado en la leña. “Me quitaron el mayor placer”, dice refiriéndose al traslado a la villa agrícola, “aquí solo hay café y harina”.
Además del pescado, antes de los desalojos se garantizaba la alimentación mediante la plantación de campos, la captura de mariscos, cangrejos, sirís y mejillones, la caza y la recolección en el bosque: ciervos, cerdos, pacas, guatuzas, plamito, milpesillo, morete. Había un poco de todo en la mesa. Y también la harina, esencial en la dieta de Maranhão, extraída de la yuca, se producía anualmente en las comunidades. Después, otra importante fuente nutricional eran el aceite, la leche y el mesocarpio derivados de la palma de babasú, preparados constantemente por las mujeres.
Lo poco que se necesitaba de la ciudad se compraba con el dinero de la venta de algunos productos que las familias llevaban cada tres meses al mercado local. La principal fuente de ingresos era el aceite de coco babasú. Muy utilizado en la cocina del Maranhão, el aceite se cambiaba por café, azúcar y sal principalmente durante el carnaval, cuando la ciudad era un hervidero y las mujeres vendían de 40 a 50 litros, suficientes para abastecer la casa de alimentos, ropa y otras cosas.
No en la villa agrícola. No había la enorme extensión de bosques de coco babasú, típica de la región. No había el mar y el manglar, no había los brazos de agua dulce, los arroyos. No había mucho espacio y ni siquiera la libertad de vivir cerca de un familiar o amigo. Porque las casas estaban ocupadas por sorteo y los hijos de los reubicados que iban a formar sus propias familias y querían construir nuevas casas alrededor de sus padres, como era habitual en las antiguas comunidades, no podían hacerlo. Estaba estrictamente prohibido.
En algunos casos, la fuerza aérea derribó las casas construidas por los quilombolas. “De hecho, no querían que perjudicara el estándar que habían establecido”, dice Antônio César Costa Choairy, sociólogo y profesor de la Universidad del Estado de Maranhão.
Choairy dice que las aldeas agrícolas “tienen una configuración arquitectónica similar a los símbolos militares”. En su disertación, defendida en 2019, Atos de Estado e geração de conflitos, pone lado a lado imágenes aéreas de algunas aldeas agrícolas y el logo del CLA y el Escudo de la Fuerza Aérea, y señala las similitudes: “esto tiene un contenido simbólico”.
La imposición de símbolos militares en el mapa de las aldeas agrícolas muestra la fuerza de la autoridad. “Nos dicen: ‘esto es nuestro y te vas a quedar aquí por caridad’”, explica Choiary.
Diseñadas, construidas y administradas por los militares, las aldeas agrícolas se encuentran en la zona del decreto de 1980, actualizado en 1991, que destinaba la mitad del municipio de Alcântara a fines de utilidad pública. “Forman parte del proyecto del CLA”, dice el investigador.
Muchos hijos de los quilombolas reubicados se han ido. Una gran parte de ellos vive en la periferia de Alcântara y São Luís, en especial en los barrios de Camboa y Liberdade. “La lógica de estas comunidades no está dentro de esta norma métrica que se estableció por el diseño arquitectónico de las aldeas agrícolas”, concluye Choairy.
Además, las aldeas agrícolas se construyeron en lugares poco propicios para la vivienda. No es de extrañar que nadie viviera allí: “Esto era un pantano. Los carros de mudanza tenían que ser arrastrados con grúa”, dice Leandra de Jesus Silveira, una señora que camina lentamente, miembro del Movimiento de Trabajadoras Rurales de Alcântara, reubicada cuando tenía 40 años.
La zona era utilizada por las comunidades aledañas como campo: “Este era su lugar de trabajo”, dice Leandra, recordando que la comunidad de Río Grande perdió su área de siembra cuando se construyeron las aldeas agrícolas. “Ellos [los militares] nos sacaron de nuestro lugar bueno y abundante, y vinimos aquí y le quitamos la abundancia a otras personas. ¿Viste cómo se construyó la cosa?”.
Las parcelas distribuidas a las familias fueron elegidas al azar. “Aquí, donde nos la dieron, no servía para la yuca”, recuerda Leandra. Ella y su marido trataron de elegir otro lugar para la plantación, diferente del que había sido designado por la fuerzs aérea, pero “dijeron que estábamos destruyendo el bosque de un mandamás allí”.
Infértiles, pequeñas y llenas de restricciones. Estas fueron las principales quejas de los nuevos residentes de las villas agrícolas, que tuvieron que conformarse con parcelas en condiciones inesperadamente pequeñas: 15 hectáreas para cada familia. La superficie es inferior al módulo rural previsto en el Estatuto de la Tierra, una ley de 1964 que establece que 35 hectáreas es lo mínimo necesario para quienes viven de la agricultura. Sin embargo, en 1986, mediante un decreto, José Sarney definió que las zonas afectadas por el CLA tendrían parcelas de 15 hectáreas.
Muchas familias se vieron obligadas a regresar cada semana a las antiguas comunidades para abastecer sus hogares de pescado, camarones, mariscos, cocos babasú y fruta. “¿Has pensado alguna vez en viajar cuatro horas a pie?”, dice Inácio, que al poco de crecer, con 9 años, empezó a caminar hacia allá con su padre y sus hermanos. “En aquella época ni siquiera teníamos una bicicleta. ¿Cómo puedes llevar 20 o 30 kilos de pescado al hombro?”, pregunta. “Pasé hambre. No me avergüenza decir que pasé hambre”.
La abundancia de las antiguas comunidades fue cambiada por electricidad y agua canalizada, que llegaron algún tiempo después, por una carretera y una casa de teja y ladrillo.
Pero además del hambre y las pérdidas materiales, también pesaron las pérdidas simbólicas. Hubo que dejar atrás a algunos familiares enterrados en las antiguas comunidades. La vieja comunidad de Peru tenía el cementerio más grande de la región y el día de los difuntos recibía a personas de diversas localidades que pasaban horas limpiando tumbas, colocando flores y encendiendo velas.
Cuando fueron retirados del lugar, hubo quien quiso sacar de allí los restos de sus seres queridos. Sin embargo, ese no era el deseo de algunos de los muertos. “Él no trajo a su madre aquí”, dice Maria da Glória Silva, doña Glorinha, mientras señala a su marido, sentado a su lado. Glorinha habla y se ocupa del pequeño comercio que tiene en su casa, en la aldea agrícola de Peru. “¿Tiene zanahoria?”, interrumpe alguien la conversación. “Se acabó la zanahoria”, responde ella.
“Ella quería que la enterraran allí y la dejaran allí”, dice Maurício Silva, interviniendo en la conversación solo cuando lo llama su mujer, “¿verdad, Maurício?”. Maurício recuerda que su madre murió días antes de la mudanza a la aldea agrícola. “Ella ya tenía problemas de salud, pero desde que comenzaron a llegar esos aviones, esa revolución, se fue poniendo nerviosa con eso”, se lamenta, asegurando que los ancianos eran los que más sufrían con la idea del traslado.
Algún tiempo después de los traslados, la fuerza aérea dio de regalo a las familias una foto del lugar del que habían salido. “Le agradecemos su colaboración y participación en este trabajo, que representa el primer paso hacia el Centro de Lanzamiento de Alcântara, que estamos construyendo juntos”, decía una carta, escrita a máquina en una hoja tamaño oficio, firmada por el ingeniero coronel Armando Varão Monteiro.
Junto con las palabras de agradecimiento, venía una foto pegada en el centro de la hoja.
Esta fotografía, sumada a los recuerdos afectivos de las antiguas comunidades, ciertamente provocó la nostalgia de la gente. Mucha gente sufría de añoranza. “Hoy comprendo esa mirada”, dice Borges, refiriéndose a la señora que llevó del brazo fuera de su propia casa durante los desalojos. “Cada vez que cuento esa historia me quiebro…”, dice con voz atragantada. “Era negrita, con el pelo blanquito”, describe. “Fue una maldad lo que hicieron y las secuelas están todas ahí”.